sábado, 1 de marzo de 2008

reynaldo jiménez : la pasión que oscila y espejea

con reynaldo nos conocimos en el 2000, en asunción; sí, poetas en la bahía y esa parafernalia de armar un encuentro internacional de poesía. ansiedades de fin de siglo tal vez. no recuerdo qué tomamos, pero anduvimos por el centro de la ciudad muchas veces moviéndonos de aquí para allá. el café da vinci estaba por entonces en sus últimos tiempos, claro no lo sabíamos. allí nos reuníamos a comer y a conversar y a conocernos los más de 40 extranjeros que llegaron al paraguay. entre ellos reynaldo. el ojo de la foto, quién sabe. ahora encuentro en un ejemplar de coyote, la revista de ademir, marcos y rodrigo un poema que me parece emblemático en la obra de reynaldo. nacido en lima en el 59 y criado en argentina desde muy pequeño, reynaldo gusta derrapar entre las oscilaciones y el brillo, al menos eso parece


¿CÓMO LLAMAR A UN TIGRE?

Tigre, tigre que relumbras

en lo oscuro de la noche

¿qué mano inmortal, qué ojo

forjó tu aterradora simetría?


El tigre atrae la suerte de mi ensueño. Fuente la más última, surte un efecto de quimera infantil por su quemante desmemoria. Pero nítidamente lo recuerdo, o tal vez todavía lo presencio: sus ocelos son islas de infinito lodo que se deshace ante el propio perplejo al tiempo que oscila, lleno de árboles.

Es femenino pero no es ella, es masculino pero no es él. Nada de esfinge. Es una gota por la que cruza el arcoiris, el Tigre. ¿Hasta cuándo no sucumbir de una vez y para siempre ante el destello sin porvenir de su zarpazo? Entraña el fuego, pero al correr tras su presa levita sobre las aguas, disuelve la gravedad, come también de su movimiento.

Tiene riberas en las que se acuestan raíces de grey inestable, cadenciosos enlaces y desenlaces estelares.

En la piel del Tigre acontece lo mismo que en su entraña.

Uno será pulga eterna En su lomo de luz de Bengala. Absoluta benevolencia la del ecuánime: agudo y grave, podría arrancarme de un soplo sin chistar siquiera de mí mismo. Tanto como del charco irisado un zancudo hembra despega su desliz.

En las tripas del Tigre mora mi tribu.

El hálito del Tigre abarca muchas aldeas a veces caseríos, maquetas fantasmas, letreros que portan ideogramas de corrientes de aire, casas flotantes, buques areneros que se detienen en la noche cultivando una pequeña huerta de luces. Pero en las flechas de agua pasa ardiendo la calma del Tigre.

No se cuenta entre los números ni se discierne al contrastarse las letras. No conoce la risa ni frecuenta forma alguna de cansancio. Detrás de la máscara hiriente, la máscara de fuerza, el Tigre sabe bien que no ha nacido.

Su aura dispersa esquirlas de lo inmóvil.

¿Nacerá alguna vez el Tigre?

Remolinos del Ocelado

Muerden como ojos.

Si se sacude puede sentírselo recorrido por súbitos estremecimientos venados.

Encendido como un radar de ameba enmascara el dios en sus párpados múltiples.

Nunca coincide con su jaula.

No lo conozco despierto o dormido, vigilante y de pie o entregado a esa laguna en la que sueña conmigo.

Nadie me conoce y yo no conozco a nadie. Trepo por el lomo del Tigre, aunque nunca sé cuándo. No sé por qué pero cada vez que lo miro ya me he vuelto implícito suyo.

El Tigre me ha devorado —no una: mil veces. Ondula pero no cuando el ojo se lo exige; jamás satisface una curiosidad. Jamás espejea y sin embargo me ha cautivado desde que, al darme la noticia de mi muerte, me eligió como su excéntrica mascota.

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